ÉXITO FATÍDICO
“Yo
te conjuro, Lucifer, Luzbel y Satanás… aparece ya prontamente… por las
poderosas palabras cabalísticas de Salomón «Abracadabra Eloim», cuyo poder sólo
él y tú, conocíais. Preséntate a mí, yo lo quiero”.
Debo
apurarme. Sabréis disculpar que la urgencia me excuse de la urbanidad pero
presiento un viscoso reptar, la codicia, el gozo anticipado de una cacería
brutal. Su aliento pestilente inflama los corredores. De repente, las flores
del patio interior se han marchitado. Un silencio distinto corroe la Abadía. Lamento
más el destino de mis hermanos monjes que la ruina del pérfido abad. Mas no
quiero distraerme con mi inquina porque sombras de lo indecible ya se apoderan de
mi espíritu. Esto no es miedo, es otra cosa, más profunda, mucho más pretérita.
La oscuridad, el dolor, la tristeza son palabras inservibles. Hube de incinerar
el libro para prevenir la desgracia pero advierto lo inútil de tal proceder. Porque
de edad en edad regresa desde escondrijos, tumbas y monumentos para apoderarse
de inocentes descifradores de lo oculto, piadosos exorcistas, feroces nigromantes.
¡Ay de aquellos que crean que es posible controlar a los demonios antiguos! ¡Ay
de los ilusos que esperan someterlos a voluntad! ¡Ay de todos nosotros! No
resulta del caso evocar cómo aprendí el transitus
fluvii, el alfabeto clandestino de cierta hechicería, pero baste decir que para
un copista de mi fama pocas cosas son desconocidas. Igual, reconozco que me
resultó arduo descifrar el conjuro. Sin embargo, fue pronunciar la invocación y
comprender mi fatídico éxito: un trueno infame me anunció que las puertas de lo
abominable se abrían como fauces babeantes para reclamar un sacrificio más allá
de la sangre. No hace falta que lo vea. He liberado a una procesión de bestias
inmundas que prepara la venida de la más perfecta, la más espantosa. No temo
morir. Pero me aterra el dolor perpetuo. Espero ser valiente. No merezco el
perdón de Dios. Me ha vencido mi apetito de venganza. La vanidad no es buena
consejera. El enojo, un guía nefasto. Declaro para la posteridad que este libro
no es obra del Rey Salomón. Varón tan sabio nunca pudo entregarse a componer semejante
colección de blasfemias. Unas garras horadan la puerta del refectorio. Ya
llega. Rezad por mí. No, mejor, rezad por vuestras almas. Luego irá por todos vosotros.
© Pablo Martínez Burkett, 2015
(*) El presente texto fue publicado en el #144 de la Revista digital miNatura, dossier El Diablo.
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