SEGUNDO
CONTACTO
Got to keep the loonies on the path.
There's someone in my head but it's not me.
Pink Floyd, “Brain Damage”
Las versiones no son del todo rigurosas sobre la fecha precisa en la que se fundó L’Ordine dil Segno. La empinada autoestima de cada uno de los cofrades edifica memorias funcionales a la desmesura de su ego y, en general, tienden a sostener que el grupo quedó formalmente constituido el mismo día en que les tocó presentar su primer relato. Con todo, no éramos sino un cuerpo más o menos estable de escritores, semiólogos y lingüistas que se reunía con azarosa regularidad a fin de leer nuestros ensayos, traducciones, relatos y otros disparates, mientras se compartían viandas y abundantes bebedizos. Tengo que confesar que, en mi caso, las razones de alistamiento fueron mucho más pedestres. En el ambiente literario, se decía que era un lugar óptimo para ligar mujeres inteligentes. Con una tercera separación a cuestas, no voy a negar que la cosa se me presentara fácil. Sin embargo las, digamos, singulares personalidades de las féminas concurrentes pronto me disuadieron del cometido original. Igual me terminé quedando porque las tertulias eran divertidas de tan caóticas y preparar cada encuentro me ayudaba a transitar por la infamante soledad. Había algunas reglas tontas que no obstante todos respetábamos a rajatabla. Por ejemplo, cada quien respondía a un nom de plume y estaba prohibido usar los nombres civiles. Ya casi ni recuerdo ninguno salvo el de la única mujer más o menos potable que se hacía llamar Felicitas. El mío, como era de prever, fue Rainmaker.
El caso es que, una noche, Felicitas se despachó con un relato fantástico relativo a cierto Programa Primer Contacto, supuesto proyecto de intercambio con alienígenas de procedencia desconocida. En el cuento, la valiente protagonista integraba un grupo multidisciplinario destinado al conocimiento y concordia entre ambas razas. En el decurso de la experiencia científica, la entidad extraterrena no podía evitar rendirse a la belleza de la osada hija de la pampa gaucha, quien se lo fornicaba a pesar de (o en razón de) las desproporcionadas dimensiones que ostentaba el afortunado bastardo galáctico. El ET la hacía su amante pero, so pretexto de ciertas ininteligibles órdenes del Comando Estelar (los bichos inmundos fomentaban la telepatía), se volvía a su planeta.
El cuento resultó buenísimo y fue elegido esa noche para el premio Nocturno en Fa, provocando un bilioso rencor en los declamados intelectuales de la Orden. Quebrando otra de las reglas no escritas, nos fuimos caminando juntos con Felicitas, que en realidad se llamaba Eleonora. Dispuesto a aprovechar la primera oportunidad de real galanteo, no pude menos que alabarle el texto y preguntarle la fuente de inspiración. Muy sueltita de cuerpo me contestó que había relatado algo que le venía sucediendo desde hacía un año y que por eso estaba tan triste, sobre todo, porque sospechaba que en realidad su amor había regresado a los múltiples brazos de una esposa. Por el destello de su mirada supe que estaba loca como un plumero. Ya que el plan conquista estaba destinado al fracaso, decidí seguirle la corriente para divertirme un rato. Muy serio y con la gravedad que semejante revelación requería, le hice saber que, movido por la curiosidad o, por mejor decir, exaltado por lúbricas expectativas, deseaba informarme sobre la posible existencia de compañeras del marciano dispuestas a abundar en el conocimiento de los nativos de este lado de la Cruz del Sur. Como muestra de mi buena disposición, y por si hiciera falta, me ofrecí a movilizarme hasta el Cerro Uritorco, crédito local en avistamientos. Ignorando el sarcasmo y contra todo pronóstico, me declaró su disponibilidad para hacer las presentaciones del caso con una amiguita de su amante interestelar, pretendiendo percibir un emolumento. Lo que sigue es cómo se sucedieron los hechos.
—¿Vos estás segura de que ése es el equivalente en pesos argentinos a la cantidad de oro latinium prensado que esta chica cobra? —le dije a Felicitas, mientras nos empantanábamos en la negociación. —¡Por las desviadas hormonas de Wesley Crusher, me parece un disparate!
—Ah, claro, el señorito creía que se iba a fratachar a una extraterrestre policroma abonando como si fuera una meretriz de cabotaje —me respondió imperturbable —y además del pago de mis servicios, tenés que sufragar el costo de un traductor universal que hay que implantarte en el brazo.
—Felicitas, bonita; que desde el Edicto Policial 840 para acá, la actividad de lenón, proxeneta o encargado está tipificada como conducta punible —me guarecí bajo argumento leguleyo a ver si la asustaba un poquito o, por lo menos, me bonificaba el traductor.
—Entonces seguí persiguiendo sin suerte a travestis en los Bosques de Palermo —fue su sardónica respuesta.
—Dale, Felicitas, haceme una rebaja, que vivimos en un país que atravesó una crisis sistémica... Vos se ve que mucho Programa Primer Contacto, pero de leer los diarios, nada... —argumenté por el lado de la paupérrima economía.
—Mirá, nenito —me dijo, marcial—, la única atención que puedo tener con vos es aplicar la Ley de Compre Nacional y darte preferencia a igual oferta con respecto a nuestros compañeros de Orden: Ángel Azul, Aramís, Danton, Halloran, Nightcrawler, Redios y todos los otros que ya me han pedido mis servicios de intermediación.
—Pero el Ángel es argento como nosotros —agregué por decir algo.
—Más a mi favor: si vos no la querés, se la ofrezco a ese distinguido caballero que ya aceptó pagar lo que sea. Eso es un hombre... —Y me miró de arriba abajo con un desprecio tal, que no tuve más remedio que aceptar esa verdadera exacción.
—¡Por las lampiñas barbas del comandante Sisko!. Acá está el dinero — y le entregué resignado mi capitalito.
—Cociná algo rico, vos que sabés. Mirá que están haciendo una investigación de todos los aspectos de nuestra vida social. Y espero que seas grandote todo así, Rainmaker… te va a hacer falta —me dijo mientras me quitaba los billetes. Y se fue con una carcajada enloquecida.
Así fue cómo ingresé en el Programa Primer Contacto. Que Eleonora no estuviera en sus cabales se me presentaba de toda obviedad, pero los fundamentos de mi cordura se tornan un poco vidriosos porque el día pactado me puse a cocinar. Por algún detalle del relato, imaginé que eran humanoides asimilables al género de los moluscos, así que eludí la típica carne grillada. Puse a enfriar un vino espumante del país (que acá nos obstinamos a seguir llamando champagne), prendí un par de sahumerios de patchouli, elegí un disco de Ella Fitzgerald y me senté a esperar. Al rato tocaron el timbre.
Con nerviosismo abrí la puerta. Allí estaba mi cita rentada. Conforme la descripción que había hecho Felicitas esperaba encontrarme con una suerte de hermana punk de Neelix, pero no fue para tanto. En efecto, tenía la piel lila y el mechón de cabellos era increíblemente azul. Llevaba una especie de túnica naranja así que no pude constatar la intrigante tira de piel peluda que, según el cuento de mi amiga, debía recorrerle de arriba abajo la línea central de la espalda hasta el bajo vientre. A pesar de ello, a partir de ese momento no pude eludir el embrujo de sus ojos ambarinos.
Me resultó extraño oír que hablara, pero sin el consecuente movimiento de los labios. Casi estuve a punto de decirle que conocía a Deanna Troi, que era bethazoid y también telépata como ellos, pero con tanta galaxia me pareció que no iba a saber de quién le estaba hablando. Me hizo mucha gracia que, merced al traductor universal, su español fuera muy castizo. Me fui a la cocina y, mientras montaba los platos, comenzamos a charlar de manera animada. Es cierto que hubo tópicos en los que me sentí un poco ajeno, como por ejemplo cuando empezó a explicarme las anomalías subespeciales y la influencia cauterizadora de los pulsos takion. Con la sobrecarga de las bobinas warp me defendí un poco mejor. Yo la miraba mientras comíamos y me dejaba subyugar por esos extraños ojos. Era cierto: sonríen con la mirada. Atribuí esa sensación de profunda beatitud a la bebida. Comimos helado de limón y albahaca y sobrevino un silencio incómodo.
—¿Café? —me apresuré a ofrecer.
—Mejor bailemos —me dijo y con gracia singular me extendió una mano, áspera pero muy acogedora para mi sorpresa.
Según la narración de Eleonora, los visitantes celestes tenían los pies sin dedos y preví que por ese detalle la aventura iba a ser terrible. Sin embargo, pegó su cuerpo al mío y danzamos como si lo viniéramos haciendo desde los bailecitos del colegio secundario. Sentí una inusitada urgencia por besarla. Sus poderes para leer la mente se lo deben haber adelantado, porque posó sus labios tiesos sobre los míos. La primera sensación no fue agradable del todo, pero en cuanto su lengua irrumpió en mi boca, empecé a derretirme. Me las compuse como pude para devolverle la caricia. Tan mal no debo haber estado porque se apretó aún más contra mí, envolviéndome con un sutil aroma a almizcle. Es más, comencé a notar cómo cuatro mínimas protuberancias me hacían una presión deliciosa contra el pecho. También lo adivinó, porque sonriendo dio un paso atrás y se quitó el ridículo vestido naranja.
A partir de aquí, el lenguaje se torna claudicante. ¿Cómo describir aquellas cuatro aureolas, diminutas, alineadas de dos en dos y de tan magnífica sensibilidad? Tomó mi cabeza y me hizo inclinar sobre ellas. Me di un festín. Cuatro potecitos de azafrán, que con premura se entregaron a mis labios, a mis dientes, a mi lengua. Se apoderó de mí un ansia desconocida. Mi compañera parecía en trance. Me dejaba hacer y, con imperceptibles movimientos, me indicaba cuándo tenía que abandonar esos mínimos dedales de tan delicioso sabor. Comenzó a temblar. Su garganta, ausente de cuerdas vocales, emitía una especie de gorgorito que iba haciéndose más profundo a medida que el placer la iba envolviendo. Finalmente, me regaló su primer estallido.
Abrió los ojos y me sonrió como sólo ellos pueden hacerlo. Volvió a tomarme de la mano y se encaminó hacia mi dormitorio. Con andar de pantera, se recostó y, adelantándose a mi vacilación de cómo abordarla, me guio hacia la anómala tira de piel amarilla con pintas negras. La deficiente zoología de Eleonora había anotado que era como de tigre. Yo, que soy hombre de río, se me antojó antes a surubí del Paraná. No hizo falta que marcara mi destino. El ahora cada vez más cautivante aroma hizo las veces de tutor. Sus manos me guiaron aún más abajo. Pegó un respingo. Me susurró que mi piel era muy suave para lo que estaba acostumbrada y que se le volvía placentero hasta hacerlo intolerable. Envalentonado, me esmeré. Me instalé por largo rato. Perdí la cuenta de las veces que alcanzó el éxtasis. Y todos mis pruritos se desbarrancaron en los océanos de placer que me provocó hundir mis labios y mi lengua en esa increíble porción de carne entumecida. Su cuerpo se estremecía en sucesivas oleadas de lujuria. Los sonidos guturales de su garganta eran el perfecto mapa para rumbear mi osadía. De repente se empezaba a tensar, se contraía y emitía un silbido liberador que anunciaba la concreción de otro espasmo, para volver a empezar. Me apartó con suavidad, ahíta de tanta exaltación lúdica, y me regaló una mirada prometedora. No recuerdo muy bien cómo me quité (o me quitó) la ropa, el asunto es que con mi desnudez me asaltó un fatal temor, recordando la admonición sobre las desarrolladas proporciones de los machos de su especie.
—Oye, que no hay nada de qué preocuparse —me sorprendió una vez más. — Estás muy bien. De verdad. Túmbate en la cama y déjame hacer a mí, que tengo tanto para devolverte...
Ninguna palabra es suficiente para describir la forma en que me acarició. Lamenté que la mata de pelo azul no me dejó observar muy bien, pero pronto hube de cerrar los ojos. Me fui abismando a una sensación de recóndito placer. Era mucho más que cualquier experiencia sensible que alguna vez hubiera tenido.
—Aguarda —me ordenó, sacándome del sopor — te quiero adentro mío. Y se acomodó sobre su costado izquierdo, de espaldas a mí. —Así lo hacemos nosotros —me aclaró. Y se abandonó pues a mi arbitrio. —¡Cabálgame sin piedad! —me rogó— ¡Hazme tuya!
Y entonces hice lo que me pidió. No sé cuánto duró ese loco frenesí. En el momento en que, con sucesivos hilos de humanidad, tuvo lo mejor de nuestros dos mundos, me descubrí aullando como un animal embravecido. Entonces, sobrevino algo inverosímil. Su piel violeta tornó al bermellón. Sus manchas negras se encendieron al naranja. Los gorgoritos se hicieron profundos como un croar. Y de repente, su cuerpo empezó a emitir una luz aterciopelada que nos transportó a un estado de bienaventuranza. Apagada la luminosidad, fue como aterrizar luego de un largo viaje. Mientras recobraba el aliento, sentí que me estaba enamorando.
—Mirad al Rainmaker, menudo amante has resultado—. Sonrió con esos ojos ambarinos. —Me acabas de inducir al Séptimo Estadio de la Conciencia Cósmica. He completado el Círculo. Estoy lista para reencarnar. ¡Y todo ello gracias a ti, mi noviete terrícola!
Se incorporó de la cama, tomó su vestido naranja, se lo calzó con un solo movimiento y se marchó. Antes de perderse en el vano de la puerta del dormitorio, se volvió para sonreírme con sus ojos ambarinos.
En medio de la noche, comprendí que no estamos preparados para sobrellevar esta clase de experiencias. En el yermo del lecho, me acurruqué adoptando la forma en la que la había hecho mía. Descubrí que una lágrima me rodaba mejilla abajo. La encomendé al espíritu de James Tiberius Kirk, que desde la segunda estrella a la derecha nos guía, y me volví a quedar dormido.
© Pablo Martínez Burkett, Forjador de Penumbras (Eriginal Books, 2014)
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