LA
SAGRADA IRA DE JOHN BALTIMORE
Tengo un mensaje de Dios para ti. ¡En
su nombre, te advierto que huyas de la ira por venir!
John Wesley, Discurso 3
John Baltimore nació en
Cowbridge, Gales del sur. Era un entusiasta predicador de la Iglesia Metodista,
que tras sobrellevar los horrores de la Segunda Guerra Mundial sirviendo como
capellán del 12° Regimiento de Lanceros Reales del Príncipe de Gales, solicitó
ser enviado como misionero a Oceanía. Creía que la inocencia de los nativos
lograría restaurar su fe en el género humano. Así obtuvo por destino las Islas
Marshall, donde se estableció en 1947. Aunque establecerse sea quizás una
palabra de excesiva latitud: su congregación mantenía el férreo esquema
impuesto por el fundador, que implicaba una vida trashumante dedicada a
anunciar que el Señor “vendrá en sus carros como torbellino, para descargar
con furor su ira y su reprensión con llamas de fuego”.
En 1952 los americanos hicieron estallar la primera bomba H
en el atolón de Eniwetok, alcanzando una fuerza destructora semejante a la del
núcleo del sol, al punto que vaporizó a la pequeña isla. Al principio, el
reverendo Baltimore sintió una ligera descompostura que no le impidió continuar
con su ministerio apostólico pero virulentos escalofríos lo estremecieron hasta
los huesos y con las manos debilitadas y las rodillas vacilantes, fue admitido
en un hospital de campaña. Como un nuevo Job, un día amaneció recubierto de
úlceras malignas desde la planta de los pies hasta la coronilla. Lo interpretó
como una represalia del Averno por las injurias que le causaba el celo
religioso de su prédica, que por entonces se tornó flamígera. Aunque no pocos
aún se muestran escépticos, cierto es que muchos pudimos constatar la sucesión
de episodios de piroquinesis. John se incorporaba en la cama y a medida que
demandaba el arrepentimiento y la conversión de los pecadores, entraba en una
suerte de éxtasis místico y las cosas empezaban a arder. Muchas conversiones se
suscitaron entre sus compañeros de infortunio. La versión oficial confiere el
incendio del hospital a un cortocircuito. Acreditados testigos juran, sin
embargo, que un halo de fuego envolvió su cuerpo descompuesto por la radiación.
Otros dicen que el reverendo John sonrió con deleite. Nunca lo sabremos. Nadie,
salvo yo, ha sobrevivido para contarlo.
©
Pablo Martínez Burkett, Mondo Cane,
Editorial Muerde Muertos, Buenos Aires, Argentina, 2016.
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