PIS DE GATO
La tortura ha dado pie a los más ingeniosos inventos
mecánicos y ocupa, en la producción de sus instrumentos,
a gran número de honrados artesanos.
Karl Marx, Elogio del Crimen
El hombre roncaba con espléndidos resoplidos. Era el único sonido en la noche quieta. El casco de la estancia quedaba en el medio de la nada. Para allegarse hacía falta paciencia y pericia. Y ganas de tragar polvo por caminos yermos. El hombre entreabrió un ojo y levantó la nariz. Aunque el escrutinio del silencio no insinuó ninguna presencia, eso era olor a pis de gato. Se lució con la grosería que hizo eco contra las paredes invisibles: el Michi se le había metido en el dormitorio. Mientras lo ganaba la preocupación (porque si se pudo meter un gato, se puede meter una rata o vaya a saber qué), se interrogó por dónde y, sobre todo, cómo. La pregunta lo llevó a pensar que de estar ahora su mujer lo hubiera reprendido por la costumbre de dejar entrar el gato a la casa. De chiquito le permitió esa transgresión mínima. Era un gatito tan hermoso. Su esposa odiaba a los gatos. Odiaba muchas cosas. Nunca pudo entender ese odio, ese enojo contra el mundo. Tanto más él, que como parte de Médicos por la Infancia se ha pasado media vida asistiendo a niños famélicos en el Cuerno de África, en el Yemen y demás regiones bajo una catástrofe humanitaria. Por eso ama a los animales: el ser humano hace milenios que dejó de serlo. La niñez, la niñez es otra cosa. Un niño hambreado es una infamia. Como todos los otros pecados que claman contra el Cielo sin que nadie haga nada.
Esa vacancia sustentó su consagración a una vida de entrega, riesgo y aventura. En los infiernos donde estuvo no alcanza con ser cirujano, también se debe oficiar de cocinero, albañil, meteorólogo, traductor, armero, mecánico de autos o psiquiatra. Nunca imaginó que iba a adquirir esas destrezas. Tampoco imaginó que iba a operar de apendicitis a un niño con apenas un bisturí sin filo y sobre unas mantas en el desierto. Terminás haciendo cosas que nunca te enseñaron en la facultad. Cosas que nunca supusiste que eras capaz de hacer. Siempre en nombre de la justicia.
Evitó abismarse en una emoción inútil y redobló la búsqueda. Tenía que darle una buena reprimenda, pero el animal no aparecía por ningún lado. Volvió a evocar a su mujer y la manía de mofarse. “Así no se escarmienta a un gato”, le decía. Su esposa siempre tenía algo que recriminarle. Apretó los dientes hasta sangrarse las encías y salió a la galería. Aunque se cansó de llamarlo, el gato no apareció. Ya tendría que estar maullando y restregándose entre sus piernas.
El hombre irritado se aventura en la oscuridad. A poco de andar, los pies chocan con algo desmadejado, inerme. No hace falta más, sabe que es el gato, el gato destrozado por una furia inaudita. Una gran pérdida. El animalito era lo último que quedaba de su familia. Lo último. Su familia despedazada en un accidente en la ruta. El forense le dijo que estuvieron horas tirados en un precipicio y que, de llegar una ambulancia a tiempo, se hubieran salvado. Una ambulancia con un médico. Un médico. Él que salvó a miles de niños, no pudo salvar a los suyos. Que se iban de vacaciones, a las montañas. En un auto. Que no era el de ellos sino el del tipo que también había muerto, junto con su mujer, allá en el fondo del barranco, abrazando a su hijo más pequeño. Hay que tener el pulso de un cirujano para cortar los frenos de forma tal que se suelten muchos kilómetros después. Y hay que tener el estómago de un cirujano para eviscerar a una mascota, último vestigio de una familia traidora. El hombre anestesiado se vuelve a la casa y se va a dormir. Pronto está roncando de forma estrepitosa. Pero otra vez lo despierta un abominable olor a pis de gato.
© Pablo Martínez Burkett, 2018
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