Fragmento del primer capítulo de la novela
“ESOS NO SON TODOS LOS VICIOS”
Hasta el sábado de mi cumpleaños –no sé por qué carajo se
festejan los sábados: yo cumplí un lunes. 2 de octubre. Sábado 7, entonces.
Sábado 7. Digámosle, el 7 D–, hasta ese sábado de ese cumpleaños no reparé cuán
bien le puede ir a un hijo de puta solamente por hijo de puta. Yo, en coche, en
mi viejo y peludo Mario Barakus –o el Fiat Uno noventa y cuatro, para la
gilada–, a full con Iron Maiden para no escuchar los horribles motores de los
horribles conductores de la horrible Panamericana, les digo al teléfono a mis
viejos: no los voy a pasar a buscar, pa, vos tenés auto. ¿Para qué tenés si no
lo vas a usar? Vendelo y pagale un crucero a mamá.
Salgo al mediodía –meta puteada porque putear es gratis, al menos–
directo al súper de Panamericana y San Martín, o por ahí, uno de esos puentes
donde si uno intenta ver más allá no puede porque el hombre y su industria, el
hombre y su polución, anuló para siempre la posibilidad de un horizonte.
Estaciono y le veo una nueva marca al pobre Mario, justo al lado de la patente,
seguro porque alguno de esos borrachos que pasó anoche haciendo escándalo
porque la mujer lo dejó por el jefe lo vio ahí, estacionado, tan solo, y por
deporte lo marcó. Compro al por mayor; después divido entre los invitados. Más
vale que todos se pongan con su parte. Papá y mamá también, si ellos saben que
estoy ahorrando para algo más grande. Choco carrito con algunas madres que, de
tanto empujar esos changos, tienen más hombros que yo. Madres de muchos hijos.
Madres de supermercado mayorista. A alguna le haría un pibe –para vos, papá,
así me dejás en paz con la cosa–, pero la mayoría está tensa, los labios
apretados, los ojos de ave rapaz contra las estanterías con precios remarcados,
buscando el precio que les devuelva, por un segundo, la sonrisa que perdieron
vaya uno a saber con qué nacimiento.
Salgo y engancho para Pilar: decir que Juan pone la casa,
la parrilla, la onda. Qué sé yo. La amistad. Sería como el cumpleaños de Juan
más que el mío. Llego con la voz de mi novia en el celular –cómo no me pasaste
a buscar, cómo podés olvidarte de mí– y yo, mostrando el baúl a los gordos
armados de la entrada, intento llamarla, riéndome porque se me pasó, qué le voy
a hacer, pero no me atiende. Después va a venir sola, le digo a uno de bigotes,
pero no me entiende. Voy hasta el fondo, hasta lo de Juan. Cinco llamadas
perdidas de Juan. Qué hinchapelotas. Cinco. Cinco de él y cinco de mi novia. Ni
que se hubiesen complotado. Pongo música. Sé manejar despacio adentro del
country. Sé: pero saber es una cosa y hacerlo es otra. Y no puedo. Ni quiero.
Suena New Order como para que yo solito me acuerde de las veces que le
agarrábamos el auto a papá –es narcoléptico y le podés sacar lo que sea que no
se da cuenta de nada– para ir a las fiestas del CASI. En una curva, ahora, le
piso un juguete a un rubio. Un pata pata. Acelero –más– porque el llanto supera
el estribillo de la de New Order. Llego y dejo el auto en las piedritas no sin
antes bocinear para que salgan a ayudarme con la carne y las bebidas. Es un día
hermoso, tanto que casi podría ser el cumpleaños de cualquier otro y no el mío.
De hecho, el mío no es. El tema es que Juan está en la puerta, esperándome. Con
cara de cualquier cosa menos, mucho menos, de cumpleaños. Porque, como dije, no
es mi cumpleaños. Será mi fiesta, pero no mi cumpleaños. No es un sol de
cumpleaños de Marcos: o sea yo.
Me acerco a Juan contando los pasos. Siete. Como el día. Antes,
años atrás, mi número de la suerte que, como todas las cosas, puede cambiar,
irse, esfumarse o pasar a manos de otro. Y me quedo quieto cerca suyo y suspira
y me abraza y así nos quedamos.
Al otro día, recién al otro día, me acuerdo de que tenía carne en
el baúl. Lloro cuando huelo lo podrida que está. Lloro de rodillas frente al
baúl.
Después de la autopsia, salgo a fumar un cigarrillo –hace dos años
que no fumo– y miro a los autos: para dónde van. Para dónde van realmente.
Porque mis padres chocaron y murieron y no quedó nada de ellos. Decir domingo
de velorio es pleonasmo. Quién no sintió la idea de velorio los domingos. Este
es el domingo de velorio más tácito de todos los domingos de velorio que hayan
sido anunciados.
Hoy me devuelven sus bolsos. Grandes bolsos llenos de ropa
y una silla de playa que salió volando ni bien colisionaron con el camión.
Montones de cosas. Pero no regalos. Nada para el cumpleañero.
Porque no iban a mi cumpleaños. Iban a Mar del Plata.
Termino el cigarrillo y prendo otro con la colilla.
Al final sacaste el auto, papá, pienso. Lo pienso durante todo el
domingo, durante todo el velatorio. Durante cada 18 19
cigarrillo que fumé en la puerta viendo pasar lo poco que
pasa por la avenida durante un domingo de velorio.
Julia cinco, Juan cinco, Facundo dos. Una de las llamadas
de Julia –cuatro no: cuatro eran para avisarme lo que había pasado justo cuando
papá y mamá tomaron la ruta– era para decirme que no iría a mi cumpleaños. Que
no iría a mi cumpleaños, ni a mi casa después, ni mañana, ni pasado. Que no
iría a ningún lugar más conmigo. Que había llegado a su límite. Que ya no
habría más Julia y Marcos. Es decir, ella y yo. Sin embargo, fue al velatorio.
Llego tarde –no es mi culpa, no puedo evitarlo. Además, el
tránsito…– y la veo al fondo, como en la casa de Juan, con Juan, justamente,
hablando con ella. Los dejo solos para que charlen, para que estén. Porque, de
mi lado, son los únicos. Un montón de papiros con olor a naftalina se lamentan
por mi viejo y un montón de jubiladas con olor a desodorante de ambiente se
lamentan por mi vieja. Es el olor a ellos lo que marca el ritmo del velatorio.
Mi hermana, voluptuosa, toda morocha, siempre seductora,
mucho más que antes, llega temprano por más que acaba de aterrizar. Pero porque
en Nueva York salen aviones cada dos minutos: pasan más rápido que los subtes
de acá. Vive lejos y la culpa, bueno… la culpa es femenina. Institución
femenina. Me acerco –está entre los dos ataúdes, cerrados, por supuesto– y le
pongo la mano en el hombro desnudo. Ella, con su cariño de siempre, me quita la
mano sin mirarme. Soy yo, le digo.
Ya sé, dice, todavía sin mirarme.
Cuando me alejo, se tira un poco de perfume en el hombro.
© Mauro Yakimiuk, “ESOS
NO SON TODOS LOS VICIOS”, Azul Francia, 2018
MAURO YAKIMIUK
nació el 3 de julio de 1979 en Buenos Aires. Es escritor, dramaturgo, director
de teatro, productor y periodista. Estudió periodismo deportivo en DeporTEA.
Además, se formó como productor teatral con Gustavo Schraier, en dramaturgia
con Mariana Mazover y en narrativa con Luis Mey. Es el creador del blog de
entrevistas llamado Entre Vidas y director de varias obras de teatro
independiente entre las que se destacan La Guerra del Gallo y La que nunca
estuvo. Esos no son todos los vicios (Azul Francia Editorial) es su primera novela
publicada.
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