"Imposible predecir el destino de mi película; la
gente va al cine para olvidarse de sí misma, y un
crepúsculo tiende precisamente a lo contrario, es
la hora en que acaso nos vemos un poco más
al desnudo.”
Julio CORTÁZAR - Cazador de crepúsculos
Las cosas no suceden como las trama un escritor o como las alumbra un cineasta. El celuloide de la vida es mucho más sutil y su pluma, sin dudas, más imperceptible.
Un acondicionador de aire descompuesto obligó a abrir una ventana. El inusual reflejo devolvió a un hombre de traje, serio, circunspecto, que parado detrás de su joven colega, le dictaba algunas anotaciones impostergables. La sucesión de silogismos era casi perfecta y los dedos sobre el teclado corrían complacidos. Nada presagiaba lo que iba a suceder.
Unas palabras justas pero inconclusas lo obligaron a inclinarse por sobre el femenino hombro para enfocar mejor la pantalla. El aroma a vainilla de su cuello lo tomó por sorpresa. Se sintió otra vez niño, en la cocina de su abuela, colaborando con la preparación de un postre. Se recordó hombre otra vez, en la cocina de su primer amor, tomándola con loco frenesí sobre la mesada. No pudo evitar aspirar con mayor ansia. Fue como un estallido. Se tuvo que aferrar al respaldar del asiento porque creyó que se caía.
Ella alcanzó a percibir algún titubeo en el discurso, alguna inconsistencia en el gesto. Por el rabillo del ojo husmeó en la ventana cómplice y alcanzó a verlo, inclinado, conmovido, con los ojos aún cerrados. No pudo evitar sonreír y una recóndita felicidad comenzó a incomodarla. Había logrado su cometido. Llevaba días aplicándose esencia de vainilla por todo el cuerpo con la esperanza de que el dios inconmovible se apiadara de sus carnes mártires.
Finalmente había dado con el culto agradable.
© Pablo Martínez Burkett, 2008
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