EL CHICO DE LAS ESTRELLAS
En el barrio de Queens, un hombre de pelo largo, ropa negra, campera de cuero y mirada triste, se para frente a la vidriera de un negocio. Es de esos que vende revistas de historietas, superhéroes y otras yerbas.
Un dependiente está inclinado sobre los objetos en exhibición y habla con un cliente invisible. Le muestra una caja con un muñequito de Darth Vader, de la reciente película “La Guerra de las Galaxias”. El niño, porque tiene que ser un niño, debe haber dicho que no, porque el vendedor se estira y con algún fastidio, busca otra caja, con otro juguete.
El hombre de la mirada triste no puede evitar sonreír. El muñeco lleva un pantalón ceñido con tiradores, botas plateadas con plataforma, el torso desnudo, una larga cabellera y la cara pintada de blanco, los labios de fulgurante carmín y una estrella negra en el ojo derecho.
Finalmente, cuando el niño sale, le pasa al lado corriendo feliz, sin siquiera notar que ese que está ahí, a cara lavada, es el héroe que lleva encerrado en la bolsa.
El destino le estaba empezando a mostrar su mejor sonrisa al chico judío de Queens que en lugar de seguir las tradiciones familiares, prefirió intentar ganarse la vida como músico, rodeado de otros compinches, tan locos y tan soñadores como él. Juntos fundaron una estética, con disfraces y trajes extravagantes, maquillaje y shows memorables.
Aunque los nombres variaron según la geografía, el hombre de la mirada triste se convirtió en “El Chico de las Estrellas”. Su amigote Gene, fue “El Demonio”. El guitarrista Ace Frehley, “El hombre del Espacio” y el baterista Peter Criss, fue “El Gato”.
Hasta entonces nadie había visto un bajista escupiendo sangre y jugando al lanzallamas. La gente literalmente enloquecía. Hasta entonces, no se había visto a un guitarrista disparando pirotecnia desde su instrumento. La multitud aullaba de placer. Todos esperaban el nuevo ingenio mecánico, con escaleras que subían y bajaban, baterías que descendían desde lo imposible; torres que se armaban frente a la admiración del público.
En cada actuación había algo de horror, felicidad, algo de rito sagrado, de celebración cavernaria. Y siempre había algo más.
Después vendrían los discos de oro y platino, las giras mundiales, la recepción en la Casa Blanca por cinco presidentes diferentes. Las formaciones y deformaciones de la banda, el cine, el reinventarse con y sin maquillaje. Después vendría cerrar un concierto sobre el vecino Puente del Brooklyn, con fuegos artificiales suficientes como iniciar una guerra. Después llegaría a ser un ícono del heavy metal y el rock n’ roll, un fenómeno de venta masivo, un ídolo de gentes de todo el mundo. Gentes que quieren abrazarlo, besarlo, tocarlo. Gentes que le dicen cosas en idiomas que es incapaz de entender. Pero no hace falta. En todos lados es lo mismo. Esa gente quiere atesorar el íntimo regocijo de poder decir: Yo he visto a Kiss.
Pero todo eso vendría después.
Ahora era simplemente un hombre parado en una calle de su viejo barrio, viendo como un niño lo prefería a uno de los tanques de taquilla, uno de los más grandes archivillanos de la historia del cine.
No sabemos qué sintió cuando se vio reproducido en una diminuta estatua. Quizás recordó a los antiguos dioses domésticos, quizás se sintió parte de algún Olimpo, quizás recordó la prohibición ancestral de representar figuras humanas. O quizás simplemente se representó un nuevo auto o nuevos amores mercenarios.
No sabemos qué sintió. Pero sí sabemos que aquella sensación, fue una experiencia indeleble. Como el primer beso. Una caricia, un regalo más allá de toda comprensión.
El 20 de enero de 1952 nacía Paul Stanley, voz principal y guitarra rítmica de Kiss, una de las mejores bandas de rock de todos los tiempos. Hoy cumple 60 años.
© Pablo Martínez Burkett, 2012
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