Porque
si no te mantienes despierto vendré como un ladrón, sin que sepas a qué hora te
sorprenderé.
Después de tres días de lluvia, el cielo estrena un sol de color amarillo
perezoso y enhebra algunas nubes, distraídas del destino de los hombres. Allá,
contra el río, un avión maniobra rasante en aproximación a la pista del
Aeroparque. Pienso en sus pasajeros. Muchos vendrán por negocios, otros tantos de
paseo. Tal vez alguno ya vislumbra las sábanas que lo esperan con carnal
impaciencia mientras que otro, quizás, no imagina que lo aguarda una noticia inaplazable.
Lo mismo podría predicarse de cada uno de los que vamos en esta marabunta de
autos que vomita el Acceso Norte. En este momento son las penurias del tránsito
las que nos embriagan hasta la somnolencia. Dentro de un rato, cualquier otra
cosa. Y vamos por la vida como en un sueño. Y
en la hora mejor (porque siempre es en la hora mejor), alguien nos sacude para
apercibirnos de que estábamos soñando.
Hoy me gustaría ser Cósimo Schmitz, aquel célebre
herrero del cuento de Macedonio Fernández a quien, en una cirugía pública, le
extirparon el sentido de la futuridad. Y si es por querer, ni siquiera aspiro a
conservar los preceptivos ocho minutos de anticipación. No deseo esa
previsibilidad. En realidad, lo que quiero, aunque yo no maté a nadie, es andar
por el mundo sin esperanza pero también, sin temor. Vagar, indolente. Dejarme
vivir, desnudo de urgencias. Sentarme en un bar a mirar la gente que pasa por
la vereda mientras se me enfría el café. O envidiar la juiciosa ignorancia de
las palomas en la Plaza de Mayo. Ya. Ahora. Como si tuviera la contraseña para
eludir esta brutal sucesión de causas y efectos.
¿Al final qué somos? Rostros, recuerdos, remedios.
Santos, devociones y rezos. Contiendas, fracasos, ilusiones. Una ristra de
palabras en el relato de una divinidad dormida. Eslabones en la azarosa cadena
de la vida. Nunca sabremos cuándo fue la última vez que hicimos algo, que
estuvimos con alguien. Pero deberíamos. Porque uno hubiera podido retener un detalle,
paladear una melodía, preservar el eco de una caricia. Recobrar el olor del
aceite de oliva con el que cocinaba mi abuela. O el aroma quieto de azahar en
la madrugada o la sonrisa aquella, por haber merecido el primer beso. ¿Y si me
bajo de este aluvión inmóvil de coches que no va a ninguna parte? Eso sí que
sería incurrir en algo novedoso. No hacer lo esperado. No cumplir con todo. Deshonrar
la confianza de todos. Descarriarse. Consentirse. Ser otro. Eso, ser otro.
Un sobre blanco con los colores sobrios del Hospital
Zonal va en el asiento del acompañante. Lleva mi nombre. Bien conozco el veredicto
que cobija. Sí, así, sin aviso. Es un juego perdido, sin sentido, lo sé, pero
igual apostaría el olvido de lo que fui contra la ignorancia de todo lo que no
seré, salvo una foto marchita.
© Pablo Martínez
Burkett, 2011
"El sentido no está al final del relato, sino que lo atraviesa" dijo un tal Barthes. Lo que en el caso de este cuento es dos veces útil porque dice tanto en el cómo como en el qué, y de cabo a rabo, que el de la futuridad es el más ilusorio de los sentidos.
ResponderEliminarMe gustó, a pesar de su tristeza.
Muchas gracias Helga. Realmente muy apreciadas tus palabras. Un beso.
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