Voy a confesar
una pequeña infamia.
Y doble, porque
además la disfruté. Y mucho.
Ayer revolvía
estantes en una librería de viejo. En la mesa de saldos había una novela. El
nombre de su autor me hizo sonreír. La lectura de la contratapa me llenó de
felicidad. Sí, era ese autor, sí era esa novela.
Hace más de 10
años, dos amigas piadosas me instaban a mostrar mis ejercicios literarios fuera
del círculo íntimo. A fuerza de insistir, me invitaron a una conferencia sobre
Borges, como pretexto para conocer a los miembros del cenáculo organizador. A
la hora del vino de honor, me presentaron a uno de los conspicuos miembros de
ese círculo iniciático, a la sazón, coordinador del taller literario al que
asistían. Con modos de deidad griega, me miró de arriba abajo como quien trata
de elucidar las facultades intelectuales de una ameba. Cuando mis amigas le
mencionaron mis arrestos compositivos y me comprometieron delante suyo a
participar en un concurso de tan egregio cenáculo, me desalentó rápidamente. Rápidamente.
Entre la andanada de sofismos que me infirió, estaba la necesidad de tener
“mucho” escrito y sobre todo, la conveniencia de asistir a su taller. Cuando
terminó la perorata, procedió a ilustrarme largamente (quiero decir durante un
tiempo que excede en mucho las buenas maneras y la paciencia), sobre las
virtudes de su inminente novela, una bisagra en la historia de la literatura
nacional. No exagero si digo que se comparó con los autores de best-sellers
internacionales. Con sonrisa inalterable sobrellevé el despliegue de un
argumento anodino, previsible y exasperante, demostrando interés y hasta
asombro por la hechura de tan magnífica obra.
Mis amigas, que
me conocen, aguardaban alguna de mis habituales causticidades. Es cierto, me la
dejó tantas veces picando que fue una impiedad no devolverle aunque sea una
pelota envenenada. Pero estaba determinado a comportarme. Así que no dije ni
mu, siempre asentí con beatífica disposición, le agradecí sus palabras para con
el innoble novicio, augurándole el seguro éxito que su novela merecía. Y
siempre sonreí.
Como ayer,
cuando finalmente vi su novela. En la mesa de saldos. Esos que nadie compra ni
como sustituto para una eventual carestía de papel sanitario.
No descarto que
mis libros también merezcan participar del asado dominical, pero del lado del
fuego. Y no descarto que concebirme como escritor resulte un acto de
imprudencia idéntica. Pero nadie podrá decir que me la creo. Ni que no soy
solidario con los que la vienen remando, intentando dar a conocer sus
ejercicios narrativos. El Olimpo ya tiene demasiados dioses.
Sobre todo uno,
cuyas virtudes teologales juntan polvo en la mesa de saldos invendibles.
© Pablo Martínez
Burkett, 2014
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