martes, 4 de marzo de 2014

MESA DE SALDOS


Voy a confesar una pequeña infamia.
Y doble, porque además la disfruté. Y mucho.
Ayer revolvía estantes en una librería de viejo. En la mesa de saldos había una novela. El nombre de su autor me hizo sonreír. La lectura de la contratapa me llenó de felicidad. Sí, era ese autor, sí era esa novela.
Hace más de 10 años, dos amigas piadosas me instaban a mostrar mis ejercicios literarios fuera del círculo íntimo. A fuerza de insistir, me invitaron a una conferencia sobre Borges, como pretexto para conocer a los miembros del cenáculo organizador. A la hora del vino de honor, me presentaron a uno de los conspicuos miembros de ese círculo iniciático, a la sazón, coordinador del taller literario al que asistían. Con modos de deidad griega, me miró de arriba abajo como quien trata de elucidar las facultades intelectuales de una ameba. Cuando mis amigas le mencionaron mis arrestos compositivos y me comprometieron delante suyo a participar en un concurso de tan egregio cenáculo, me desalentó rápidamente. Rápidamente. Entre la andanada de sofismos que me infirió, estaba la necesidad de tener “mucho” escrito y sobre todo, la conveniencia de asistir a su taller. Cuando terminó la perorata, procedió a ilustrarme largamente (quiero decir durante un tiempo que excede en mucho las buenas maneras y la paciencia), sobre las virtudes de su inminente novela, una bisagra en la historia de la literatura nacional. No exagero si digo que se comparó con los autores de best-sellers internacionales. Con sonrisa inalterable sobrellevé el despliegue de un argumento anodino, previsible y exasperante, demostrando interés y hasta asombro por la hechura de tan magnífica obra.
Mis amigas, que me conocen, aguardaban alguna de mis habituales causticidades. Es cierto, me la dejó tantas veces picando que fue una impiedad no devolverle aunque sea una pelota envenenada. Pero estaba determinado a comportarme. Así que no dije ni mu, siempre asentí con beatífica disposición, le agradecí sus palabras para con el innoble novicio, augurándole el seguro éxito que su novela merecía. Y siempre sonreí.
Como ayer, cuando finalmente vi su novela. En la mesa de saldos. Esos que nadie compra ni como sustituto para una eventual carestía de papel sanitario.
No descarto que mis libros también merezcan participar del asado dominical, pero del lado del fuego. Y no descarto que concebirme como escritor resulte un acto de imprudencia idéntica. Pero nadie podrá decir que me la creo. Ni que no soy solidario con los que la vienen remando, intentando dar a conocer sus ejercicios narrativos. El Olimpo ya tiene demasiados dioses.
Sobre todo uno, cuyas virtudes teologales juntan polvo en la mesa de saldos invendibles.

© Pablo Martínez Burkett, 2014

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