martes, 28 de mayo de 2013

UN ESTRICTO APRETÓN DE MANOS


UN ESTRICTO APRETÓN DE MANOS
Nuestra vida no es más que una batalla y una estadía en tierra extraña.
Marco Aurelio
Para un hombre de negocios como yo, estrechar la mano es mucho más que una exhibición de cortesía. Asesores de incierta erudición han reemplazado a los augures del pasado, pero con idéntica arbitrariedad aventuran el porvenir de las relaciones humanas según una forma u otra del saludo. Sin embargo, era imposible someterme a ningún estudio. La idea de tocar la mano de otro, no importa la edad o sexo, me abisma en una ansiedad malsana, un terror incontrolable. Pero no sólo se turba mi espíritu, también me asalta un sudor frío, respiro con dificultad y en ocasiones hasta siento vértigo, nauseas y un estridente cosquilleo en las palmas. Agotada la excusa de las manos sucias, directamente evité los compromisos sociales. Al principio le eché la culpa a mi desidia. Cuando trasladé la oficina a casa y ya no salí ni para trabajar, entonces no hicieron falta mayores evasivas. Eso sí, el problemita se tornó más evidente. Los familiares condescendieron esta nueva excentricidad del tío loco pero los amigos no fueron tan indulgentes y progresivamente me privaron del placer de su compañía. No me importó, o sí, pero no pude evitarlo. Después de mucho rogar, una sobrina piadosa me arrastró por terapias y tratamientos. Lo máximo que conseguimos fue el nebuloso diagnóstico de una fobia de nombre impronunciable y un sermón contra los padres que no abrazan, besan o acarician a sus hijos. Una pérdida de tiempo y una admonición inútil, pues los míos fallecieron en un accidente de tránsito cuando yo era chico. De hecho, la última vez que recuerdo haber dado la mano a alguien fue allí, junto a los dos féretros cerrados. Una anciana, vestida de negro, de renegrido pañuelo en la cabeza, se acercó a presentarme sus condolencias. Me estiró una mano sarmentosa, fría, rugosa y sacudió mi brazo con fervor marcial. Aunque mis abuelos lo negaron hasta su propia tumba, sé que no inventé lo que me dijo. Con lo que quiso ser una sonrisa desdentada, la desconocida me prometió que la próxima vez que nos viéramos, no me soltaría la mano sino hasta llegar al infierno que me aguarda.
© Pablo Martínez Burkett, 2013

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