EL SABOR DE LA LETRA SAMEJ
Creo que el castigo es un poco duro,
desproporcionado. Quinientos años. Una bicoca, según mi abogado. A mí, me sigue
pareciendo una enormidad.
En
estos primeros ochenta años los días pasaron, con frío, con calor, con lluvia o
con ventiscas de nieve. Puedo verlos transcurrir porque me fue concedido
retener el don de la vista, en blanco y negro, como las películas de Charles
Chaplin que me gustaban tanto. Big deal,
la vista, para lo que hay para ver acá. Pero ya no logro discernir cómo era eso
de sentir frío o calor. Me da lo mismo el blanco enceguecedor de la nieve que
el pasto hirviente de moscardones del verano.
Ayer
llovió. Hoy llueve, mañana quizá también lloverá y veo caer la lluvia y todo
eso me importa dos pimientos. Sigo atado a este pedazo de mármol, royendo
lentamente las letras. Las shin casi
desaparecieron. Una lástima, el sabor de las shin es incomparable. Las shin
tienen el sabor de las sensaciones que me provocaba el sol sobre la piel, sabor
a calor y cobijo. Ya me comí las doce shin
en sólo ochenta años: no he perdido la cualidad de glotonería que tenía cuando
estaba vivo, y eso me enorgullece y me avergüenza a la vez.
No
me quedan shin para los próximos… mmm…
cuatrocientos veinte años. Como no me fue concedido el don del sueño ―a pesar
de los insistentes pedidos del inútil de mi abogado― de noche, en las
interminables noches, me dedico especialmente a roer las iod, letras pequeñas pero más intensas.
Será
la letra más sagrada, pero para mí, de noche, tienen el sabor de la venganza.
De
día, me dan asco.
En
ochenta años, acá, lo primero que uno aprende es a mesurar verdaderamente el
tiempo. El tiempo es a lo único que temen los que me juzgaron, y lo han tenido
que tomar de aliado, ay de ellos si lo tuvieran de enemigo. A pesar de todo el
palabrerío con el que intentan impresionarnos, en estos ochenta años he llegado
a la conclusión que le tienen pavor al tiempo, que el tiempo es mucho más
fuerte que ellos. Que al tiempo no lo controlan, sólo lo usan; pero no le
pueden dar una orden, por ejemplo: ¡Stop!,
como dicen ellos que le ordenó Josué
al sol. El tiempo no les obedecería, se les reiría en la cara. O los escucharía
como quien oye hervir el samovar. Quizá por eso, cuando me da por roer la zain, me entran unas locas ganas de
volver a repetir todo exactamente tal como fue, me es indiferente que me
apliquen otros quinientos años, o mil, o dos mil. Me siento más fuerte que
ellos. Ellos, los que tienen el poder de atarme a esta lápida.
Hace
rato que no le creo media palabra a mi abogado. Tiene como un tic nervioso que
sólo tienen los mentirosos: así le hace la ceja, así. Además tiene la voz
aflautada, otra señal de mentiroso. Y se suena los nudillos. Un mamarracho.
Sospecho
que eligieron el abogado más torpe a propósito. Por envidia. Puntual, cada dos
años viene a decirme con esa voz finta que mi proceso marcha bien. Que la
apelación está en curso, que hace lo imposible para que todo sea más llevadero,
a pesar de mi poca colaboración. Que algunos Krobim medio amigotes están analizando la posibilidad de dejarme soñar
por las noches. Que me quede tranquilo, que en quinientos años me liberan
seguro, que como consideración especial luego me van a dejar elegir un vientre
de primera, de los mejores que tengan en stock. Que rece el Kadish, que eso ayuda. Que este lugar
tiene una vista magnífica, que nada más bello que los trigales de Ucrania. Que
bla bla bla bla. Pshé, hablar, habla cualquiera. Hablar es fácil. Ya me gustaría
verlo atado como un perro acá, a ver si le parecen tan hermosas las praderas de
Ucrania. ¿Y qué es una pradera? Un montón de pasto, nada del otro mundo. El
paraíso de las hormigas. Hubiera sido algo-algo si me hubieran atado en la
calle de los teatros de Broadway. O en París, frente al Bataclán, o en alguna terrasse… hasta en la Perspektiva Nevsky.
Bah, de última me hubiera conformado con Varsovia, aunque sea la calle
Krochlmalna, con su mugre, sus vendedores de pescado y sus caffards tomando interminables copetines en la cervecería alemana
de Echaleagua Grosz. Pero… ¿Las praderas
de Ucrania? Cualquier mujik las
conoce de memoria.
Tengo
cada vez menos ganas de transformarme en un gusano húmedo, un ente fecundante.
Cuando le comento esto a mi abogado, éste me mira raro y el tic nervioso se le dispara.
Que ni se me ocurra decir esto en la próxima Audiencia, me advierte como si yo
fuera un infradotado. Que ellos miran
con muchísima desconfianza a los que no quieren volver, que decirles eso es
como lanzarles un escupitajo a la cara. Me da ganas de patearle la valija
cuando dice estas obviedades, pero creo que ya no sé cómo se patea una valija.
Me olvidé.
Me
sorprende la importancia que le da mi abogado al hecho de poder soñar. Ahora
resulta que el soñar era el regalo más grande que nos hicieron, la única manera
de hacer tolerable la Caída, según dice la máquina de hablar gansadas de mi
abogado.
Yo
me acuerdo bien cómo era soñar: era como pensar que me corría un cozak y yo estaba en calzoncillos, o que
Rujele de repente me encontraba irresistible, o que volaba en globo sobre el
Lago di Como. Nada así-así, paparruchas de las que uno se olvida ni bien despierta.
Pero cuando me dedico a roer la letra jet,
siento una nostalgia indescriptible por huir de un cozak. o que Rujele me encuentre irresistible. o de volar en globo
sobe el Lago di Como.
Una
vez no sé cómo llegó una hoja de diario y se quedó desplegada sobre la lápida,
algunos días, hasta que se la llevó una lluvia. Una hoja del Pravda. En lugar de la avidez de, por
fin, leer ―todas las solicitudes de disponer de libros me fueron denegadas―, lo
que sentí fueron unas ganas irresistibles de comerme las letras. Intenté
succionarlas, roerlas, pero no pude hacer nada. No me interesó en absoluto lo que
decía el diario, pero recuerdo una palabra rara que me llamó la atención porque
no conocía: Perestroika.
A
veces mi abogado se calla y me mira con cara como si yo le diera lástima.
Lástima las… los blintzes. Pero a
veces sí me dá tristeza si pienso lo que no debería ni imaginar. Sé muy bien ―nadie
me lo dijo pero sé sumar cuánto es uno más uno―, que dentro de cuatrocientos
veinte años no me voy a acordar absolutamente nada de mi vida de humano. Por
eso cuido muchísimo las letras que forman mi nombre. En especial la samej, la inicial de mi apellido.
Cuando
me dedico a roer mi nombre, me asaltan recuerdos que creía olvidados. Puedo ver
con toda nitidez el patio de la casa de mi infancia donde jugaba sobre un
caballito de madera escuchando el zumbido rítmico de la máquina de coser de mi
madre, mientras atardecía. Ese recuerdo huele a alcanfor.
Puedo
recordar el color, el aroma y el sabor de un plato de farfalej que comí en Moscú en la casa de mi amigo Iosi, y el vaso
de vidrio con kvass espeso que
chocamos. Ese recuerdo huele a tuco y alcohol.
Puedo
hasta tocar una caja de zapatos de Katya, sobre su ropero, en la habitación-
altillo de Minsk, donde ella guardaba sus alhajas de fantasía, diez mejicanos
de oro y cartas amarillentas de viejos amantes. Ese recuerdo huele a sexo.
Cuando muerdo la letra samej de mi apellido, vuelvo a sentir el orgullo por los premios,
mi nombre publicado en las revistas, los cuentos traducidos al ruso, al alemán,
al francés y hasta al español, ese idioma de toreros. Recuerdo frases enteras
de las críticas elogiosas, recuerdo por las mañanas mi buzón lleno de cartas.
Cartas que me llegaban de lugares tan extraños como Anatolia, Salónica, o
Brasil.
Cuando
muerdo la letra samej siento el sabor
de lo único que amé de lo humano: la gloria ―estaba a punto de agregarle el adjetivo
"etérea", pero en estos ochenta años me he hartado a tal punto de
eteritud, que ese adjetivo ya me revuelve las tripas que no tengo. También
reconozco que, de humano, le hubiera agregado sin ascos el adjetivo
"inmortal". Idem―.
Cuando
muerdo la letra samej no puedo dejar
de pensar que el ser ínfimo que me lustraba los zapatos a la salida del Club de
Escritores, en Varsovia ―Itzik el rico,
que murió tísico― no debe estar encadenado a nada, ni royendo estas asquerosas
letras de porquería. Peor para él, quizá ya habrá estado en camino para ser un
gusano húmedo en algún vientre, preparándose para un futuro brillante de
lustrador de zapatos en Nueva York o Estambul. También sé que la letra samej no me durará para siempre. Que
algún día, cuando ya ni sepa qué significa la palabra día, desesperado por el
hambre de volver a sentir orgullo ―de volver a sentirme yo mismo―, la devoraré
en unos… treinta años. Un suspiro.
Cuando
termine de comerme las letras de mi nombre, me será cada vez más difícil
recordar mi vida de humano, y lo único que tendré son estas vistas de la lluvia
que no me moja, del viento que no me molesta o del sol que no me da calor. Sin
recuerdos y sin tiempo, porque sin recuerdos tampoco hay tiempo. O, sin
recuerdos, somos sólo tiempo.
Cuando
termine de roer mi nombre, seguiré royendo hasta terminar todas las letras de
mi epitafio.
Todavía me acuerdo del que me gritó, colérico,
en la primera Audiencia, mientras el bueno-para-nada de mi abogado no sabía
dónde meterse: "¿Así que lo único que te importaron fueron las palabras? Entonces,
¡róe las palabras como roe basura una rata, hasta dejarlas en el hueso, y aún
así seguirás royendo el hueso!"
Dentro
de doscientos años, también habré olvidado este recuerdo.
©
Juan Simeran
JUAN SIMERAN
Buenos Aires (Argentina) 1964. Estudia
en la Universidad Bezalel de Arte y Diseño, Jerusalem. El autor se considera un
escritor de Ciencia-ficción, además de haber trabajado como director de arte de
varias agencias de publicidad en Argentina e Israel. Publica en 2012 la novela,
en género ucronía, "Argentinos A Vencer!"
(Fan Ediciones, serie Narrativa Fantástica Argentina) La influencia de esta
novela está siendo tan importante, que ha sido incorporada al programa de
estudios de la Cátedra de Pensamiento Político Argentino, de la Universidad de
Buenos Aires, Segundo año de Sociología, Cátedra de Horacio González (Horacio
González es el Director de la Biblioteca Nacional). 8 GRADOSCENTIGRADOS fue escrita en el marco del taller de narrativa
de la escritora Mariana Enríquez, en la Fundación Tomás Eloy Martínez, de
Buenos Aires. Su última obra, la novela negra NEVERMORE.
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