lunes, 25 de julio de 2016

EL AUTOR INVITADO: César Cruz Ortega



EL SOL YA NO SALE PARA MÍ
–Quería encontrármelo y preguntarle un montón de cosas, un montón… Por qué lo había hecho, cómo se sentía después, si tenía idea de lo que significaba perder todo en un segundo, si creía en algo más que en esta vida, si pensaba en ellos de vez en cuando. Me hubiese gustado saber cómo se convirtió en la persona que era. Si fue de un día para el otro, si tuvo que ver con algún hecho puntual o si fue un cúmulo de cosas, si le había tocado pasar por algo similar a él mismo o a algún ser querido. O sea, tratar de entender qué sentido tenía para él su presencia en el mundo, qué buscaba alcanzar, cuáles eran sus sueños de la infancia. Qué veía cuando miraba a los demás, si podía dormir en paz.
Decidirse a hacer algo así costaba más de lo que se pensaba. Pero una vez tomada la decisión y por mucho que uno se esforzara en planificarlo todo al detalle, la puesta en práctica de esa rutina que en la mente se veía como infalible siempre encontraba obstáculos inesperados. Literalmente. Podías vigilar los alrededores durante semanas, estudiarte los horarios del resto del personal, preparar el perímetro para escapar, vestirte para la ocasión, desconectar las alarmas y las cámaras, y así y todo fallar en el cálculo. No contaba con que se apareciera otra persona justo en ese momento y en ese lugar, como si alguna divinidad bien jodida que disfrutara armando el cubo mágico con los pedazos del mundo sobre los que él y su víctima ahora apoyaban sus pies y su mirada vacía, hubiese encastrado a propósito la pieza incorrecta en el casillero contiguo. La cuestión era que sabía que no se podía apelar a la buena voluntad de un desconocido. Sería tan absurdo como pretender confiarle la historia detrás de los personajes, o el móvil detrás del acto, o la justificación de un crimen excesivo más allá de creencias espirituales o de leyes terrenales a un recién llegado de otro planeta, esperando que actuara como si también a él lo hubieran afectado profundamente esas vivencias descriptibles pero irreproducibles para cualquiera que no las padeciese en carne propia. Ni siquiera alguien que lo amara soportaría ver semejante escena sin desmoronarse, o sin salir corriendo a los gritos.
–Pero no pude. No valía la pena. Me alcanzó con el primer aniversario para entender que el sol ya no salía, ni iba a salir nunca más para mí. Pasé quinientos diecisiete días buscando culpables, viviendo en esta sombra. Todo el tiempo. Cuando te toca una cosa así te das cuenta de que no podés controlar nada, de que no está en tus manos proteger a nadie por mucho que lo ames, ni por cerca que lo tengas, porque no depende de vos, sino de muchos otros hijos de puta. Algunos tipos se resignan y siguen igual, otros se enferman, otros lo superan… Son distintas maneras de afrontarlo, qué sé yo. Son personalidades… Yo preferí esto, porque es lo único que todavía sigue estando en mis manos. Igual, no espero que lo entiendas. Ni él, ni los anteriores lo entendieron tampoco.
El muchacho estaba paralizado. Sus palmas abiertas y extendidas hacia adelante a la altura de la cintura querían imponer tranquilidad, promover una calma que su rostro vibrante aún no conseguía asumir. Parecía a punto de descomponerse. De su garganta oprimida por el temor emergió una voz a la que le faltaba densidad. La frase entrecortada buscaba expresar que él no tenía nada que ver con la carnicería que ocurría allí, que no quería involucrarse con el asunto ni en ése ni en ningún otro momento, que había vuelto al depósito en aquel horario sólo porque creía que se había olvidado el celular ahí durante la jornada laboral, y suponía que el guardia de seguridad le permitiría pasar para comprobarlo. Jamás se hubiese imaginado que al trasponer ese portón abierto iba a encontrar al guardia, o lo que quedaba de él, en medio de una situación tan macabra, en un estado tan traumático. No conseguía divisar con claridad todo el cuadro, ya que exceptuando la luz del alumbrado público que se reflejaba por los ventanales superiores el ambiente estaba casi en penumbras, y la linterna del hombre del overol descartable cumplía su función a medias. La lente tenía demasiada sangre encima como para proyectar el haz con corrección. Dio un paso hacia atrás, vio que la mano enguantada se levantaba con un apéndice alargado y puntiagudo en su extremo, y entonces se giró aprestándose para huir.
Apenas había apoyado sus pies por tercera vez cuando sintió un golpe brutal a la altura de los omóplatos, y ese latigazo de inmediato se transformó en un ardor que le recorrió todo el pecho en una diagonal descendente. Trastabilló y se dio vuelta para intentar protegerse del ataque con sus brazos, pero el asesino revestido de polietileno azul lo tomó por los tobillos y lo arrastró de un tirón hacia él. Otra de esas descargas lacerantes aterrizó contra el borde de su antebrazo, y luego se le coló de refilón en el abdomen. En escasos segundos, la lluvia de estocadas impiadosas le fue rebanando algunas falanges, rajándole el pómulo, vaciándole el ojo derecho, pinchando su vejiga, de nuevo por la espalda machacándole un riñón, cercenando su oreja izquierda, desgarrándole el muslo, los glúteos… Se sacudía y gemía cada vez que la hoja atravesaba su carne, aunque ya no podía desplazarse, ni siquiera volverse boca arriba. Estaba muy debilitado, y el cuerpo le latía como si lo estuviesen cocinando al espiedo y fuese a estallar de un instante a otro. Abandonó toda esperanza de sobrevivir, y sólo deseó que el suplicio se terminara pronto con algún impacto letal. Pero las puñaladas cesaron. Con el único ojo que conservaba sano, repasó lo que estaba a su alrededor a la luz de la linterna. Un piso de cemento bañado en sangre, y de repente un rectángulo colorido que se interponía entre su vista y las tinieblas que dominaban el aire del depósito. Pestañeó un poco y observó la imagen que pendía frente a él desde el guante de su captor. Por los motivos decorativos con los que había sido editado el marco digital, parecía ser la escena de un festejo, probablemente un cumpleaños. En ese plano que le abarcaba la mitad superior del cuerpo, una mujer joven sonreía y se levantaba la remera para enseñar una frase escrita en gruesas letras negras sobre la piel de su panza abultada. “EL SOL SALE PARA TODOS” decía la inscripción, rodeada por dos pequeños dibujos que representaban un corazón rojo y un sol amarillento. Encima de ellos reposaba un chupete.
La luz de la linterna y la fotografía se retiraron del alcance de su mirada al mismo tiempo. Al rato la turbia aureola luminosa regresó, oscilando y agrandándose de modo paulatino hasta detener su avance por completo. Se colocó en posición fetal y dejó caer su párpado izquierdo. Lo último que escuchó antes de que la oscuridad y el silencio se apoderaran de todo, fue un leve jadeo y el golpe seco de algo que se le hundía en la sien. Estaba reflexionando acerca de lo injusta que podía ser la vida con algunos, y sobre el magro consuelo de saber que no era el único ser humano al que se le ocurría esta idea.
© César Cruz Ortega




César Cruz Ortega nació en Pigüé (Buenos Aires, Argentina) en 1980.  Desde 1998 reparte sus días entre su ciudad natal y la Capital Federal, en donde reside. Aficionado a la literatura, el cine, los deportes y la aventura, pasó por la carrera de Ciencias de la Comunicación Social de la UBA (Universidad de Buenos Aires), participó como conductor y guionista de un programa radial, y decidió retomar su vieja pasión de la adolescencia: escribir ficción. Recientemente publicó su primer relato en la antología “Osario común: Summa de fantasía y horror” (Editorial Muerde Muertos, 2014). Se encuentra trabajando en la segunda parte de una saga de terror, y tiene en su haber algunas novelas y cuentos que aún permanecen inéditos.


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