EL SOL YA NO SALE PARA MÍ
–Quería encontrármelo
y preguntarle un montón de cosas, un montón… Por qué lo había hecho, cómo se
sentía después, si tenía idea de lo que significaba perder todo en un segundo,
si creía en algo más que en esta vida, si pensaba en ellos de vez en cuando. Me
hubiese gustado saber cómo se convirtió en la persona que era. Si fue de un día
para el otro, si tuvo que ver con algún hecho puntual o si fue un cúmulo de
cosas, si le había tocado pasar por algo similar a él mismo o a algún ser
querido. O sea, tratar de entender qué sentido tenía para él su presencia en el
mundo, qué buscaba alcanzar, cuáles eran sus sueños de la infancia. Qué veía cuando
miraba a los demás, si podía dormir en paz.
Decidirse a hacer
algo así costaba más de lo que se pensaba. Pero una vez tomada la decisión y por
mucho que uno se esforzara en planificarlo todo al detalle, la puesta en
práctica de esa rutina que en la mente se veía como infalible siempre
encontraba obstáculos inesperados. Literalmente. Podías vigilar los alrededores
durante semanas, estudiarte los horarios del resto del personal, preparar el
perímetro para escapar, vestirte para la ocasión, desconectar las alarmas y las
cámaras, y así y todo fallar en el cálculo. No contaba con que se apareciera
otra persona justo en ese momento y en ese lugar, como si alguna divinidad bien
jodida que disfrutara armando el cubo mágico con los pedazos del mundo sobre
los que él y su víctima ahora apoyaban sus pies y su mirada vacía, hubiese
encastrado a propósito la pieza incorrecta en el casillero contiguo. La
cuestión era que sabía que no se podía apelar a la buena voluntad de un
desconocido. Sería tan absurdo como pretender confiarle la historia detrás de
los personajes, o el móvil detrás del acto, o la justificación de un crimen
excesivo más allá de creencias espirituales o de leyes terrenales a un recién
llegado de otro planeta, esperando que actuara como si también a él lo hubieran
afectado profundamente esas vivencias descriptibles pero irreproducibles para cualquiera
que no las padeciese en carne propia. Ni siquiera alguien que lo amara
soportaría ver semejante escena sin desmoronarse, o sin salir corriendo a los
gritos.
–Pero no pude. No
valía la pena. Me alcanzó con el primer aniversario para entender que el sol ya
no salía, ni iba a salir nunca más para mí. Pasé quinientos diecisiete días buscando
culpables, viviendo en esta sombra. Todo el tiempo. Cuando te toca una cosa así
te das cuenta de que no podés controlar nada, de que no está en tus manos proteger
a nadie por mucho que lo ames, ni por cerca que lo tengas, porque no depende de
vos, sino de muchos otros hijos de puta. Algunos tipos se resignan y siguen
igual, otros se enferman, otros lo superan… Son distintas maneras de
afrontarlo, qué sé yo. Son personalidades… Yo preferí esto, porque es lo único
que todavía sigue estando en mis manos. Igual, no espero que lo entiendas. Ni
él, ni los anteriores lo entendieron tampoco.
El muchacho estaba
paralizado. Sus palmas abiertas y extendidas hacia adelante a la altura de la
cintura querían imponer tranquilidad, promover una calma que su rostro vibrante
aún no conseguía asumir. Parecía a punto de descomponerse. De su garganta
oprimida por el temor emergió una voz a la que le faltaba densidad. La frase
entrecortada buscaba expresar que él no tenía nada que ver con la carnicería que
ocurría allí, que no quería involucrarse con el asunto ni en ése ni en ningún
otro momento, que había vuelto al depósito en aquel horario sólo porque creía
que se había olvidado el celular ahí durante la jornada laboral, y suponía que
el guardia de seguridad le permitiría pasar para comprobarlo. Jamás se hubiese
imaginado que al trasponer ese portón abierto iba a encontrar al guardia, o lo
que quedaba de él, en medio de una situación tan macabra, en un estado tan
traumático. No conseguía divisar con claridad todo el cuadro, ya que
exceptuando la luz del alumbrado público que se reflejaba por los ventanales
superiores el ambiente estaba casi en penumbras, y la linterna del hombre del overol
descartable cumplía su función a medias. La lente tenía demasiada sangre encima
como para proyectar el haz con corrección. Dio un paso hacia atrás, vio que la
mano enguantada se levantaba con un apéndice alargado y puntiagudo en su
extremo, y entonces se giró aprestándose para huir.
Apenas había
apoyado sus pies por tercera vez cuando sintió un golpe brutal a la altura de
los omóplatos, y ese latigazo de inmediato se transformó en un ardor que le
recorrió todo el pecho en una diagonal descendente. Trastabilló y se dio vuelta
para intentar protegerse del ataque con sus brazos, pero el asesino revestido
de polietileno azul lo tomó por los tobillos y lo arrastró de un tirón hacia
él. Otra de esas descargas lacerantes aterrizó contra el borde de su antebrazo,
y luego se le coló de refilón en el abdomen. En escasos segundos, la lluvia de
estocadas impiadosas le fue rebanando algunas falanges, rajándole el pómulo,
vaciándole el ojo derecho, pinchando su vejiga, de nuevo por la espalda machacándole
un riñón, cercenando su oreja izquierda, desgarrándole el muslo, los glúteos… Se
sacudía y gemía cada vez que la hoja atravesaba su carne, aunque ya no podía
desplazarse, ni siquiera volverse boca arriba. Estaba muy debilitado, y el
cuerpo le latía como si lo estuviesen cocinando al espiedo y fuese a estallar
de un instante a otro. Abandonó toda esperanza de sobrevivir, y sólo deseó que
el suplicio se terminara pronto con algún impacto letal. Pero las puñaladas cesaron.
Con el único ojo que conservaba sano, repasó lo que estaba a su alrededor a la
luz de la linterna. Un piso de cemento bañado en sangre, y de repente un rectángulo
colorido que se interponía entre su vista y las tinieblas que dominaban el aire
del depósito. Pestañeó un poco y observó la imagen que pendía frente a él desde
el guante de su captor. Por los motivos decorativos con los que había sido
editado el marco digital, parecía ser la escena de un festejo, probablemente un
cumpleaños. En ese plano que le abarcaba la mitad superior del cuerpo, una mujer
joven sonreía y se levantaba la remera para enseñar una frase escrita en
gruesas letras negras sobre la piel de su panza abultada. “EL SOL SALE PARA TODOS” decía la inscripción, rodeada por dos pequeños
dibujos que representaban un corazón rojo y un sol amarillento. Encima de ellos
reposaba un chupete.
La luz de la
linterna y la fotografía se retiraron del alcance de su mirada al mismo tiempo.
Al rato la turbia aureola luminosa regresó, oscilando y agrandándose de modo
paulatino hasta detener su avance por completo. Se colocó en posición fetal y
dejó caer su párpado izquierdo. Lo último que escuchó antes de que la oscuridad
y el silencio se apoderaran de todo, fue un leve jadeo y el golpe seco de algo
que se le hundía en la sien. Estaba reflexionando acerca de lo injusta que
podía ser la vida con algunos, y sobre el magro consuelo de saber que no era el
único ser humano al que se le ocurría esta idea.
© César Cruz Ortega
César Cruz Ortega nació en Pigüé (Buenos Aires,
Argentina) en 1980. Desde 1998 reparte
sus días entre su ciudad natal y la Capital Federal, en donde reside. Aficionado
a la literatura, el cine, los deportes y la aventura, pasó por la carrera de
Ciencias de la Comunicación Social de la UBA (Universidad de Buenos Aires),
participó como conductor y guionista de un programa radial, y decidió retomar
su vieja pasión de la adolescencia: escribir ficción. Recientemente publicó su
primer relato en la antología “Osario común: Summa de fantasía y horror”
(Editorial Muerde Muertos, 2014). Se encuentra trabajando en la segunda parte de
una saga de terror, y tiene en su haber algunas novelas y cuentos que aún
permanecen inéditos.
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