lunes, 6 de octubre de 2014

EL AUTOR INVITADO: MARTÍN KAOS





EL MORO


Oprobios, manganetas, infamias arrojadas sobre los naipes. “Aquí todos apuestan”, decía El Moro mientras se arrimaba una silla, se sentaba haciendo crujir las patas y, como para intimidar a cualquiera que se negara, colocaba su fálica 38 a un lado del mazo. “Se pierde o se gana, pero no se abandona… ¿estamos?...”, gruñía siempre el socarrón, con el pecho abultado, orgulloso y resentido al mismo tiempo. Con esa cadenita de oro macizo que flotaba en el sudor aceitoso de su cuello. 

El moro jamás me había caído bien, ni siquiera cuando me perdonó la cabeza en aquel «Tanto» mal cantado. Se trataba del típico petiSo fanfarrón, camorrero, libidinoso; repulsivo por donde se lo mirase: camisa negra abierta, jeans chupines blancos, que a un tipo amorfo como él le quedaban como una patada en los huevos. 

Al Moro le gustaba trompearse por amor al arte; peleaba como un primate, brincando, moviendo los brazos regordetes, revoleando leñazos, pero nunca dando una piña firme, sino más bien, golpes torpes con los cantos de las manos, acompañados de ese saltito desafiante de “¡vení, vení!…”; la triste pantomima de un camorrero de cancha.... 

Mientras jugaba, el Moro pedorreaba, eructaba y a veces expelía algún gargajo bajo la mesa. Y nosotros, que yacíamos abstraídos, intimados por el fulgor plateado de la 38, le festejábamos obsecuentes cada una de sus guarangadas. 

A mitad del partido, si es que iba ganando, el Moro se ponía cachondo, y si pasaba una mina por la calle, no importaba si tenía 15 u 80 años, si estaba buena o si era un adefesio, si era gorda o raquítica; el Moro era equitativo cual albañil: se amasaba los huevos y mascullaba barbaridades indescriptibles, usando un lenguaje, que más que pornográfico, resultaba tremebundo. 

Para nosotros, que distábamos mucho de ser tipos finos, el Moro era un ser repugnante. ¿Qué nos llevaba a sentarnos con él cada miércoles por la noche, y soportar sus modismos de cuadrúpedo? Podría decirse que era «la adrenalina»; el riesgo latente de jugar al truco con un tipo así, que de buenas a primeras, nos podía moler a palos o peor aun, darnos un tiro en la cabeza. 

El peligro era irresistible, propio de cualquier sobreviviente que a duras penas llegaba a fin de mes. El Moro era nuestra gran bocanada de aire de cada semana, esa que nos hacía revivir el jueves por la mañana, abrazar a nuestras mujeres y a nuestros hijos, mirar el cielo, los pájaros y los árboles con ojos nuevos, renacidos. 

Éramos adictos al Moro, a su 38, a su porquería, a su violenta bravuconería. Después de verlo irse, agradecíamos estar vivos, agradecíamos esa pequeña vida miserable y proletaria que llevábamos; agradecíamos cada deuda, cada hipoteca, cada cosa que antes de estar con el Moro, nos angustiaba y nos quitaba el sueño. 

Cada cual elige el Dios al que invocar en sus oraciones. Nuestro Dios era él: el Moro. 




© Martín Kaos








Martín Kaos (pseudónimo), es un escritor y músico nacido en Buenos Aires. Ha participado en varias antologías y ganado algunos concursos. Actualmente se encuentra trabajando en su libro "Fábulas del crimen", un compilado de crónicas sobre crímenes bizarros sucedidos a finales del siglo XIX y a principios del XX.


Algunas de sus crónicas pueden leerse en su blog: 


o en su página de Facebook:





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