EL RECIPIENTE
En este jardín ¡Un
siglo de hojas muertas!
En la penumbra
granulosa que flotaba en el aire del monte, un hombre se arrastraba con el
cuerpo pegado a las raíces húmedas como un animal moribundo. Tenía en la parte
superior de su abdomen una desgarradura en forma de medialuna, y se sostenía
con una mano la pulpa caliente de sus tripas.
Se moriría, eso
era una certeza. Echó un rápido vistazo a la herida y se le escapó una queja.
Claro que moriría, pero no lo haría en ese lugar. No se dejaría cazar
fácilmente. Apretó los dientes y se arrastró unos metros a través de una charca
de lirios dejando un rastro de sangre y barro tras de sí. El trayecto le pareció
extenuante. Luego, se acomodó lo mejor que pudo con la espalda contra el tronco
de un árbol y apoyó el mentón en el pecho para recobrar el aliento. Había
perdido una bota en el trajín desde el recodo del río hasta este sitio. Se
observó largamente el pie descalzo y este le resultó ajeno y fuera de lugar
entre la maleza.
No le temía a la
muerte. No a la muerte como representación del final de todas las cosas o la
contrapartida de su voluntad y las causas que podrían afectarla, del destino o
el azar o las circunstancias. Pero sí le temía al deterioro de la realidad.
Había cierta obscenidad en ello, como si esa mutación lo dejase desnudo frente
al universo. Ahora tenía que lidiar no sólo con una herida mortal sino con la
sensación de estar volviéndose loco.
Además, esa
ruptura a la que él temía no estaba en el reino de la muerte. Y su
contemplación era ofensiva, y su proximidad era paralizante. Levantó el rostro
hacia la cúpula verde de los árboles y la vio nuevamente.
Encaramada sobre
las ramas de un viejo sauce, lo estudiaba. Los ojos acuosos sin parpadeos. El
hocico, o lo que fuera aquella cosa negra y retorcida, apuntándole como un
muñón acusador. Si hubiera tenido fuerzas, o valentía, le hubiera gritado que
se fuera. Hubiera intentado espantarlo como se espanta a una alimaña. Pero
apenas podía sostenerle la mirada. En cierta forma reconocía un destello de
inteligencia en esas cuencas veladas, y ese pensamiento lo aterraba. Como para
corroborar la idea, aquello gesticuló y emitió un sonido bajo y profundo, como
advertencia. Luego, con una serie de movimientos pulcros y repugnantes,
descendió por el tronco del sauce sujetándose con las patas hasta quedar con la
cabeza hacia abajo. Giró la confusa masa de su cuerpo en un ángulo imposible y
volvió a posar aquellos terribles ojos en él.
El hombre no
consiguió rezar. Un zumbido empezó a llenar sus oídos, no supo si provenía de
su propia cabeza o de aquella pesadilla que se acercaba para culminar su
trabajo.
Con la mano
derecha se palpó torpemente la cintura, acarició el mango de hueso con dedos
temblorosos, desabrochó la funda y extrajo el cuchillo de cacería. Debería ser
lo último que hiciera, un arco firme y directo a la cabeza.
El zumbido se
acrecentaba, una nota grave y sostenida que parecía vibrar en todas las
dimensiones. Lo sintió en los huesos, en las raíces negras de sus muelas, en la
punta de las uñas. Era una nube palpable y elástica que penetraba en las
cortezas de los árboles y trepaba hacia lo alto en forma de savia, se hundía en
la tierra mojada y surgía como un vaho y lastimaba los oídos y el espíritu
mismo de la espesura. El monte se había vuelto silencioso en contraste,
apagado, enfermo, mortecino. El monte era ya otra cosa, una madriguera que
albergaba a ese parásito bíblico.
—No lo pienses
tanto —dijo el hombre. Presentía la proximidad de la muerte como una maquinaria
que se había desencadenado. Se dijo, a pesar del miedo, que no quería acercarse
al borde de su vida sin decidir nada —. ¡Te estoy esperando!
Aquello se
desprendió del tronco y cayó sobre sus seis patas con un golpe sordo. De su
caparazón se desplegó una membrana traslúcida que arrojó vetas de luz
iridiscente. Como si fuera el párpado de algún Dios tremendo, la membrana se
abrió y se dividió en dos partes, formando unas espléndidas alas. El hombre
tardó varios segundos en comprender lo que veía, las alas se agitaron brevemente
y luego casi desaparecieron al cobrar velocidad. El ruido que emitían era un
rapidísimo flapflap que al mezclarse con el otro zumbido, producían un efecto
hipnótico.
La mano del hombre
se cerró sobre el mango del cuchillo. Ya no había nada, salvo su corazón
golpeando a todo tambor y la voluntad que a duras penas se imponía sobre sus
nervios. Se dio ánimo diciéndose que tenía la oportunidad de luchar. No quería
morir como un ciervo manso y resignado.
—Pero…
El ataque llegó
como un fogonazo, el zigzagueo blanco y eléctrico de un rayo, y después, el
tiempo volvió a su cauce normal, dejándole burlado. Su mano no había conseguido
alzarse siquiera, sus dedos habían sido lentos; su fuerza, irrisoria.
El horror había
volado hacia él a una velocidad incalculable. Una pata se había cerrado sobre
su brazo, inmovilizando el arma. La otra, atenazándole el cuello, apenas lo
dejaba respirar.
Ahora el zumbido
llenaba todos los espacios y el hombre se entregó a él. Su mano soltó el
cuchillo y quedó con la palma hacia arriba, inerte y vencida.
La monstruosa
cabeza se acercó y abrió las fauces. Desde ese agujero sin nombre surgió una
trompa rosada surcada de venas, similar a un molusco o al falo de un animal. La
cabeza de la bestia parecía mutar ante sus ojos: con una fuerza mecánica,
presionó las garras contra su cuello y con unas afiladas púas cortó, a ambos
lados de la cara, los dos trigéminos. El hombre gritó, se retorció intentando
zafarse, pero estaba atrapado. Las púas se introdujeron en su carne y buscaron
el hueso, después, a modo de palanca, lo obligaron a abrir la boca. Dejó caer
gruesas lágrimas, pero ya no volvió a gritar.
La bestia se
acercó aún más y torció su cabeza para evaluarlo de cerca. Lo obligó a girar el
cuello hacia la izquierda, y en ese momento el hombre pudo ver, a pocos
centímetros, un segundo grupo de ojos facetados que se extendían y colgaban por
debajo de las mandíbulas como racimos.
Fue entonces
cuando decidió que ya había visto suficiente.
Tragó el líquido y
lo sintió bajar por su garganta, denso como un jarabe. De inmediato, lo embargó
una extraña tranquilidad. Un hormigueo eléctrico avanzó por su cuerpo,
adormeciéndole los miembros primero y paralizándolos después.
Se quedó inmóvil,
envuelto en una ponzoñosa duermevela, oyendo sus propios quejidos desde muy
lejos.
Lo último que
sintió fue la intrusión en la herida de su abdomen, un fuerte ardor y la
sensación no del todo desagradable de estar siendo cauterizado por manos
expertas.
El tiempo se
desplegó como una sábana, abrió los ojos y miró a su alrededor. Estaba solo.
Intentó incorporarse pero no logró mover las piernas. Su cuerpo estaba torpe y
pesado. Así y todo, había salvado su vida. O mejor dicho, se la habían
perdonado.
Una mueca de
sonrisa se derrumbó en su cara lastimada.
Al cabo de unos
minutos sintió náuseas y fiebre.
El sol de otoño
estaba cayendo por encima de las copas de los árboles y, en esa luz que se
filtraba por las apretujadas ramas, se dibujó sobre su hinchado vientre un
movimiento escurridizo.
El hombre bajo la
cabeza y se miró el estómago. A través de la carne tumefacta, vio unas enormes
larvas que se retorcían perezosas.
© Ariel S. Tenorio
ARIEL S. TENORIO (Garín, provincia de Buenos Aires, Argentina). Escritor de Ciencia Ficción y Terror. Muchas de sus historias
han sido publicadas en revistas especializadas y antologías. Entre ellas: Axxón,
Sensación!, Próxima, Lilith, Insomnia y CruzDiablo. En 2015 su relato Plasmatrón fue traducido al francés para la antología de
Ciencia Ficción "Hola Babel" dedicada exclusivamente a autores
noveles latinoamericanos. Otro de sus cuentos,
La razón de las estatuas fue
publicado en la antología Española “Fabricantes de Sueños”. Recientemente
participó en el tomo 13 de la colección de terror “Pelos de Punta” con
un relato llamado La sombra en el faro. También
es miembro fundador del grupo de horror experimental The Wax. Se lo puede contactar en el siguiente mail: soyteno@gmail.com
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