Pétrelar
Verano de 1925.
Los muebles de la habitación eran
tan añejos como sus pensamientos, pero no tanto como su espíritu indómito. Las
páginas que lo rodeaban eran todo para él. La biblioteca era su vida.
Casi noventa años lo separaban de su
primer día en la tierra y sabía muy bien que faltaban pocas horas para su
despedida terrenal. Angell era un bibliotecario de las afueras de Arkham, había
más de una institución en las calles de esa ciudad, pero él era el único real…
y lo sabía. Tan real como su experiencia. A simple vista, cuando veía los
estantes de madera curvados por sostener los libros, sabía que en su interior
estaba igual. Si las lecturas tuvieran un peso dentro suyo, su alma estaría tan
curvada como el roble que alimentaba el aliento de la habitación, y cuando
pensaba en esas pequeñeces sonreía. Y a esa edad sonreír era un privilegio.
Además de esos lujos, se dedicaba a
coleccionar libros. Envidiaba la universidad Miskatonik; cuando a uno le
cierran las puertas en el apogeo de la vida, siempre se recuerda en el último
tramo. Desde hacía diez años, a la misma hora y el mismo día, aparecía un
vendedor sin nombre ni dirección. Dejaba el pedido de la semana y se llevaba en
un sobre lo que debería conseguir para el lunes siguiente.
Había llegado el día y la campana de
la puerta frontal sonó, al mismo tiempo que Angell sonrió.
—Permiso, Angell.
—Adelante, señor. Lo estaba
esperando. Por un momento me preocupé por la lluvia que lo acompaña.
El hombre de rostro cansado hizo una
mueca parecida a una sonrisa y dejó el paquete sobre el mostrador.
—Usted sabe que yo nunca fallo.
Aunque me pise una carreta haría lo posible por hacer que el paquete llegue a
sus manos.
—Nunca está de más recordármelo.
Estoy optando por escribir mis años en números romanos para hacerlo más rápido.
—Angell lanzó una carcajada que siguió con una tos seca.
—Si sigue con ese sentido del humor
no va a llegar.
Diez años dialogando de esa manera
los había enlazado en un trámite que los hermanaba. Angell no sabía el nombre
del señor y el señor no sabía para qué quería sus paquetes. O, tal vez sí lo
sabían, pero no hacía falta aclararlo.
—Bueno, bueno, bueno. Poniéndonos en
un tono más serio. ¿Cuánto le debo por este libro?
—Siendo esta una biblia especial…
deberían ser unos cincuenta mil dólares, señor Angell.
Escuchó la suma y sin quejarse ni
mirar lo que estaba haciendo sacó de debajo del mostrador una caja de metal.
Metió la mano y agarró dos fajos de billetes, que dejó sobre la mesa para que
el vendedor los agarrara.
Angell se quedó contando el dinero
que le quedaba y al levantar la vista se encontró con la mirada extrañada del
señor.
—Tengo setenta mil para el último
encargo y no sé si llego.
—¿Puedo saber cuál será?
—Siendo este el último libro no creo
que haya problemas —dijo el viejo y le alcanzó un papel amarillento— No sé
pronunciarlo bien, pero es ese.
—Creo que nadie sabe pronunciarlo
como se debe —respondió el hombre—, el mal llamado “Libro de los muertos”.
—¿Podrás conseguirlo por ese precio?
—¿Para el lunes?
—Sí
—Lo conseguiré en una suma más
elevada, pero va por mi cuenta. Nunca le hice precio. No se preocupe.
—Se lo agradezco. Entonces será la
semana que viene.
—Que tenga un buen día.
Al sonar la campana que acompañaba
la salida del señor, Angell ya estaba cerrando. Así eran los lunes. Todo lo que
le quedaba del día era para su afición.
Se condujo hasta su biblioteca
personal y dejó la biblia en un hueco que la esperaba. La pintura dorada y las
costuras de los lomos construían un alba soñada. Cada libro era especial y
entre todos hacían una colección hermosa. Pero Angell sabía que era mucho más
que eso. Apagó la luz y se fue a descansar.
El sábado antes de acostarse se tomó
varias pastillas para dormir. El domingo se lo pasó tumbado en la cama. Se
levantó a las once de la noche y ni siquiera se preocupó por cenar o desayunar,
que al caso era lo mismo. Fue hasta la persiana de la biblioteca y abrió el
local como si fuera una mañana más. El chirrido de la cortina rebotó por toda
la calle, pero al ser Arkham la ciudad en cuestión nadie salió a ver qué
pasaba. Todos estaban ocupados con sus cosas. Tomó una lapicera y anotó en un
sobre marrón:
«Su
paga está dentro, por favor deje el libro en el hueco de la habitación que lo
enfrenta».
Dentro de él puso todo el dinero que
tenía y lo dejó sobre el mostrador. Apagó la luz.
Fue hasta la estantería donde los
libros de reyes, nobles, cristianos y satánicos lo esperaban.
—Hoy será el día —murmuró.
Uno a uno fue dejando sobre el suelo
su colección. Algunos con su portada a la vista, otros de revés y ciertas obras
con el lomo hacia arriba. Acomodó, buscó y rebuscó la forma que le parecía
hasta que la luz del amanecer lo empujó a levantarse. Había quedado satisfecho.
Diez años esperando ese momento y solo quedaba unir los últimos eslabones.
Todas esas piezas del rompecabezas
de Angell habían quedado rodeando una silla central. El viejo esquivó y salteó
sus cosas hasta pararse sobre ella. Se sacó los zapatos y los revoleó lejos de
su vista. Se desabrochó el cinto y lo dejó encima del respaldo; antes de tirar
el pantalón sacó del bolsillo trasero una hoja de afeitar. Sus piernas
esqueléticas y lampiñas daban tristeza. Se sacó el calzoncillo y con el pie lo
lanzó por ahí. Solo quedaba la parte superior de rombos morados. Con algunos
quejidos y varios huesos sonando pudo sacarse todo. Esa nueva piel desnuda no
daba tristeza, daba miedo. Desde el ombligo hasta su cuello la tinta negra
embarraba sus arrugas. Símbolos, tentáculos y caras. Números, huesos y cosas
irreproducibles se amontonaban en los recovecos de Angell. Por un momento
parecían moverse.
El viejo se tapó los ojos con las
palmas de sus manos y pronunció unas frases que reverberaron en las sombras que
quedaban vivas. Solo el escuchó su eco, obtuvo la respuesta y con un ademán
inclinó su cabeza dejando en silencio la habitación. Agarró el cinto y lo pasó
por el caño de la lámpara que lo coronaba. Tomó la hoja de afeitar y pasó la
cabeza por el ojal de cuero curtido que abrazó el cuero vivo. Y así, ese cuerpo
desnudo quedó adornado con un collar cuarteado. Giró sobre sus pies, una y otra
vez como hacía de niño con las hamacas de la plaza para marearse. El cinto no
lo dejó avanzar más, se quedó unos segundos mirando los libros en el piso.
Sonrió y se cortó las venas de la mano libre al mismo tiempo que se dejaba caer
de la silla. Gruñía, giraba y pulsaba su sangre sobre el decorado del suelo.
Dio todas las vueltas posibles para volver hacia el otro lado, hasta que quedó
estático.
El espiral de sangre era perfecto.
No era magia ni brujería. El estudio de Angell lo había llevado a esa
perfección.
Solo quedaba un eslabón.
Dos horas después, la campana volvió
a sonar. El vendedor entró y se dirigió al mostrador. La luz del sol lo
empujaba hacia adentro.
—Permiso… —dijo y se topó con el
sobre. Leyó lo que le sentenciaba y al buscar la habitación que lo enfrentaba
—como el viejo había puesto— se encontró con la puerta abierta. Ni siquiera
miró si la plata estaba dentro de su paquete. La incertidumbre era uno de sus
vicios. Apretó el libro que llevaba en sus manos y pasó por el umbral de la
puerta. Un paso más, solo un paso más para que el olor a muerte le golpeara el
alma.
Ahí estaba. La primera vez que veía
un muerto. Nunca se le había cruzado por la cabeza cómo reaccionaría ante tal
situación, y de haberlo hecho no hubiese creído que seguiría caminando. Un
sendero de ida. Pasó entre los libros que él mismo le había entregado en mano
al viejo, hasta quedar frente a la cara, ya azulada y con la lengua afuera de
su comprador. Algunas gotas caían sobre sus zapatos y ahí fue cuando se corrió
hacia atrás, chapoteando entre los restos del coleccionista. Se giró para salir
y desde el centro de la habitación notó el dibujo sangriento del espiral. Todo
era armonioso, menos un hueco. Ya lo decía el sobre: «deje el libro en el hueco de la habitación que lo enfrenta». Se
quedó quieto, sin saber qué hacer, pero la voluntad de un muerto, era la
voluntad de un muerto. Caminó hasta ese lugar y dejó el último libro. Se alejó,
dándole la espalda al cadáver, pero la puerta de salida se cerró. Miró sobre su
hombro y solo pudo gritar. Golpeó y pateó la puerta sin lograr nada. Se apoyó
con su espalda en ella y se dejó caer, sentándose en el suelo.
El espiral de sangre y las demás
manchas se elevaron en silencio, y una a una se fue chocando y sumando en el
centro de los libros, hasta que una forma corpórea se creó en la habitación. No
tenía piel, sus tendones y sus huesos estaban a la vista. Más de dos metros de
altura. Su mirada sin párpados se clavó en el vendedor que se estaba ahogando
en su congoja. Lo señaló, pero no tenía dedos, lo acusaba un tentáculo blanco,
como si fuera un garfio albino.
—Yo soy Pétrelar y tú serás el próximo —su voz gutural era una armonía
oscura. Se acercó caminando hacia su víctima. El llanto no le permitía
suplicar, solo hacía fuerza con sus talones para irse para atrás, aunque no se
movía. La aparición lo tomó por sus piernas y lo arrastró hasta el centro de la
habitación. Corriendo los libros y la sangre junto con él y sus lamentos. Con
una de sus tentáculos levantó al vendedor por la garganta y con el otro por la
frente, haciendo de su boca un hoyo, donde dejó caer las gotas de sangre que Angell aún derramaba.
—El inicio del ciclo. Él era mi
profeta y tú serás mi puerta de salida. —El hombre estaba en trance, no parecía
que estuviese escuchando— ¡Llevarás a mi lacayo en tu piel como lo hizo él y te
perderás junto a la profecía!
Terminó de gritar. Los libros
vibraron, algunos se prendieron fuego y los demás salieron volando por las
ventanas, entre ellos el Libro de los muertos. Una niebla espesa se encargó de enceguecer a
cualquiera que pasara por la cercanía. El último hálito de su grito terminó en
un temblor que invadió las calles.
—Ese temblor, humano. Cada vez que
sientas ese temblor piensa en R’leyh,
que poco a poco alzará a nuestro dios. —El hombre no entendía lo que le quería
decirle.
El vendedor se despertó adolorido
como si una borrachera lo hubiese puesto en ese lugar, con la diferencia que
recordaba todo. Se levantó de un salto y fue a buscar a Angell. Ahí estaba,
colgado, pero notó que su piel solo llevaba los años de vida y nada de tinta.
Era un cuerpo sano, muerto… pero sano.
Caminó hasta la salida que se
mantenía abierta y al pasar por el mostrador tomó el sobre con su dinero.
Salió, dejando sonar la campana y miró al cielo. Notó una nube en forma de
espiral, se le puso la piel de gallina y con ella, un ardor le invadió el
pecho. Se levantó la camisa y lamentó haber conocido al viejo bibliotecario.
Estaba embebido en tinta.
Alcanzó a ver los símbolos, las
parcas y las caras. Sintió otro temblor y con él una visión de la isla bajo el
agua. Eso le bastó para conocer su destino… y seguir con la profecía.
© Esteban Dilo
Esteban
Dilo nació en Godoy
Cruz, Mendoza, en 1984. Vive en Berisso y es alumno del escritor Leo Batic. Sus
relatos forman parte de antologías españolas, mexicanas, colombianas y
argentinas. La facultad platense de Bellas Artes eligió cuatro de sus cuentos
para la producción de libros ilustrados con fines solidarios, la misma facultad
realizó un cortometraje con una de sus obras. También integra la antología "Adoradores de Chtulhu" (Edge, 2016) compilada por Rubén Serrano. La revista Próxima fue la encargada
de publicar su último cuento. Actualmente escribe para su blog y trabaja en la
coordinación de una antología benéfica. La corrección de su primera novela está
en marcha. Aquí puede leer su blog: EL BLOG DEL DILO.
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